El día es soleado aunque desde la playa de La Concha llega un airecillo fresco que me da vida y me impulsa a caminar rápido para no llegar tarde a la cita. La reina, como buena austríaca, es puntual y aunque esté de vacaciones, mujer muy ocupada. Cruzo la verja del palacio de Miramar a las cinco en punto de la tarde, la hora del té, o de la muerte en la plaza de toros, según se mire. Me inclino hacia esta señora alta y esbelta, de mentón firme y resuelto y moño prieto. Va vestida de negro, sin adornos y tapada hasta el cuello a pesar de que el agosto a orillas del Cantábrico es caluroso este año. Me sonríe a medias y con un ademán me invita a que me siente a su lado, aunque en una silla que queda algo más baja. Hay que mantener la jerarquía sin perder por ello la amabilidad. Antes de empezar a hablar mi vista se detiene en el edificio de ladrillo y en los arriates de flores, especialmente de hortensias, pero sobre todo en el mar…ese mar que en un momento, sin dejar su bravura, se abraza de manera infinita con mi océano y los dos se hacen uno.
–Gracias Majestad, por haberme recibido. ¿Puedo preguntaros que es para vuestra Majestad Miramar?
-Mi elección, mi libertad. Mi manera de demostrar que soy independiente y que elijo como disfrutar de mis pocos ratos de ocio.
–Dicen las malas lenguas, Señora, que escapásteis al Norte para libraros de la influencia de vuestra cuñada, la infanta Isabel.
Sonríe la reina mientras mira al horizonte, creo que a la isla y al vecino monte Urgull.
–No es verdad, al menos no del todo. Pero Su Alteza siempre ha preferido Segovia y a mi me gusta esta gente del Norte, un poco seca pero que me han adoptado, como yo a ellos.
–¿Habéis sido feliz en España, Señora?
-¿Qué es ser feliz? Llegué aquí para cumplir mi deber y lo hice lo mejor que pude. Me entregué a este pueblo, que ahora es el mío, y he intentado conservarlo para mi hijo.
–¿Qué recuerdo guardáis de vuestro esposo, Majestad?
-Ha sido un buen hombre, un buen rey, buen hijo y hermano. Pero…
-¿Pero, Señora?
–Pero un mal marido, como todos los Borbones.
-¿Vuestro hijo también entra en esa distinción?
-Una madre nunca juzga a sus hijos, menos cuando son reyes.
–¿Os habéis arrepentido de ser la reina de España?
Me mira María Cristina frunciendo el ceño, con desprecio mal disimulado.
-Una reina nunca se arrepiente de nada. No elegí mi destino, me limité a hacer lo que se esperaba de mi de la mejor manera que supe.
Antes de marcharme miro de nuevo hacia Urgull y a la playa. Todavía luce el sol, pero puede que mañana el día sea gris.