Nació en San Sebastián en 1592 y de muy niña su familia la envía a un convento, aunque su carácter no casa bien con la placidez de la vida monástica. A los quince años huye del convento, disfrazada de campesino, y vaga por Valladolid para dirigirse luego a Bilbao. Se hace llamar con distintos nombres masculinos, y pasa por ser un muchacho, a lo cual le ayuda su físico, claramente masculino. Desde Sanlúcar de Barrameda se embarca al Nuevo Mundo y recala primero en el actual Perú, donde se enrola en el ejécito. Ya en territorio de lo que hoy es Chile toma parte en la batalla de Arauco contra los mapuches. Será en Chile donde se encuentre con su hermano Miguel, que trabaja del secretario del gobernador, y que no la reconoce; dándole empleo como criado.
Parece ser que a Catalina le agradaban las mujeres y tiene que huir de muchos lugares precisamente por ese motivo, pues a menudo se metía en líos. La crónica cuenta que es hábil con las armas, por lo cual asciende al grado de alférez. Pero la pierde su mal genio y afición a las peleas, y en una ocasión en que da muerte a un auditor en una partida de cartas tiene que huir de la Justicia. Participa continuamente en duelos y peleas y en una de esas trifulcas mata a su propio hermano Miguel. El corregidor Baltasar de Quiñones la hace prisionera y tiene que confesar su identidad, y por tanto su condición de mujer. El obispo la ingresa en el convento de Santa Clara y en el año 1624 embarca hacia España con el ánimo de solicitar una pensión real por los servicios prestados. A su llegada a Madrid su fama es tan grande que se estrena una obra de teatro con el nombre de «La monja alférez». Se le concede una pensión de ochocientos ducados, pero también se le pide que abandone su identidad masculina.
Es recibida en Roma por el papa Urbano VIII; quien le da permiso para que siga vistiéndose de hombre. En 1630 vuelve a América, esta vez a Veracruz, donde muere en 1650, siendo enterrada en la Iglesia de San Juan de Dios de esta ciudad.